Siete días
Siete días, con sus tantas
horas, minutos y segundos correspondientes. En un océano de ciento diecisiete
jornadas esos siete días se diluyen como un azucarillo; pero cada uno pesa más
que toda esa centena junta. Se busca privilegio. Trueco semana por trabajo. ¡A
la carga! ¡A mí la caballería! ¡Pasemos en mitad de la confusión de las
medidas! Puede que tengamos suerte y salgamos indemnes de la temeridad. Audaces
fortuna iuvat.
Y es que más de uno se equivocará
en algún momento pensando que se han levantado ciertas restricciones, para que
a las tres horas le comuniquen lo contrario, y pasadas otras tres le digan que
es al revés. Pero, sea al revés o al contrario, al final son siete días más.
Siete jornadas de oro para remachar la máxima de las distancias sociales que
cumplo, esa de estar separado de una parte del mismo en el espíritu y en el
cuerpo, en la materia y en la forma. La vida nunca será digital, por mucho que
muchos a la muchedumbre intenten machacar esa idea en sus cabezas. La verdad
siempre se abre camino, y la mona nunca dejó de serlo incluso con ese cachemir
tan bueno, ¡fíjate que desperdicio! Con todo, no se le debe negar al mundo
digital el mérito de haber facilitado nuestra confinada vida, e incluso a
cambiarla en muchos aspectos donde sí queríamos que lo hiciese, que no es el
caso de las relaciones sociales.
Gregarios somos, y gregarios nos extinguiremos: podemos serlo de grandes tumultos o de clubes selectos; más huraños o más sociales, más parlanchines o más taciturnos, beodos o abstemios, soñadores o terrenales, morenos, altos, rubios, bajos… Apúntese al grupo del que más guste, cuota de socio reducida por un año, plazas limitadas. La digitalité puede sustituir durante un tiempo toda esa complejidad y lo que conlleva, aunque como sucedáneo barato. Como prueba, magistrado, los días que hemos pasado desde que el pie del confinamiento se levantó y nos permitió salir. Ahora que les había cogido cariño a estas cuatro esquinas y había adquirido nuevos hábitos, tengo que encajonarlos en la nueva normalidad, que es la vieja, pero con bozal.
Y con guantes, pantallas
plásticas y toneladas de hidroalcohólico, agitado, no mezclado. Gracias. Al
igual que los tipos de grupalité, hay una variedad de material de
protección que ya quisieran muchas pasarelas de moda. Y ya si se combinan con
la ropa, el no va más: guantes transparentes, esmerilados, azules, morados, que
combinan a la perfección con ese soporte de PVC impreso en 3D para tu pantalla
protectora. También puedes escoger una mascarilla blanca, verde, con o sin
válvula, de gomillas orejicidas o de amables tiras que se atan entre la
coronilla y la nuca, más rígidas o más blandas… Escoja rápido, que me lo quitan
de las manos, dos por uno, o tres por dos, si lo desea. No, no damos cambio de
50, chico. Señora, esas le van divinas con el blanco de sus ojos. ¿Más baratas?
Imposible.
Me pregunto si todos estos complementos de Covidman o Coronawoman definirán también nuestra personalidad, como parte del neovestuario de esta normalidad, y de qué modo lo harán. ¿Más callados los enmascarillados, más huraños los empantallados? En pantalones largos o cortos, no sé si nos acostumbraremos a llevar esta bisutería plastificada cuando pasen algunas semanas sin apenas casos, si este enemigo portentoso no nos pilla con las defensas bajas otra vez. Ojalá fueran sólo siete días más y ¡plin!, fin de la historia. ¿Quién sabe? Con el ritmo caprichoso con el que se anuncian las noticias relacionadas con el virus, todo puede llegar a escena, aunque a mí me pillarán sí o sí con mi mesnada de plástico preparada, no vaya ser que la restricción se levante estando en paños menores.
¿Sólo siete días más? Los compro. ¿Tienes vuelta de 10?
Dedicado a ese anuncio del
levantamiento de controles en la frontera el 22 de junio, que se retrasó al 1
de julio. Lo sé, no hay siete días de diferencia, pero el que quiera entender,
que entienda.
Excelentes reflexiones. Cada día avanzamos un paso más hacia la banalización de lo importante.
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