Dos amigos

La inquietud del ganado aumentaba conforme se acercaba la máquina. Entre los pastores y los ladridos de su inseparable amigo consiguieron dominar a aquella masa blanca, a la que dirigieron al otro lado del camino. Pasada la última res, una atronadora polvareda apareció y, de ella, se materializó la nave de lento pero arrollador andar.

Uno de los pastores se paró a ver quien conducía y, reconociéndolo, saludó alzando su cayado. El tractor, torpemente, se detuvo.

¡Hombre, José Luis! —saludó el pastor—. No esperaba verte por aquí.

José Luis tuvo que taparse los ojos por el sol para poder ver la cara de aquella voz.

¡Jonás! se alegró. ¿Qué haces por aquí? Creía que llevabas a las ovejas por otras lindes.

Tenemos problemas para encontrar buen pasto, con esta sequía…

Sí, esta sequía nos está destrozando confirmó José Luis. No hay agua en las acequias, y entre eso y que no encuentro gente para trabajar, lo tengo complicado. Aunque a ti te veo bien acompañado. ¿Aquella es Teresa, tu nieta mayor?

Lo es respondió Jonás, con cierto orgullo—. Lleva dos semanas viniendo. Tiene buena mano para mandar el ganado. Y yo lo agradezco, en estos tiempos.

¡Tienes suerte! De los míos nadie quiere esto. Se amargó José Luis. Ya sabes que todos se fueron: una a Francia, otro a Madrid, y los gemelos también terminaron por irse. Y cuando alguno viene no se interesa lo más mínimo. El próximo jueves llega María, la de Francia.

¡Qué bien! ¿Se queda mucho tiempo?

Ocho días. Sonrió José Luis—. ¡Ah! Mira la sorpresa que le he preparado a mi nieto —mostró una jaula que tenía colocada entre las piernas, en cuyo interior había una bola grisácea con largas orejas.

—¿Un conejo?

—Un conejo. A mi María no le hará mucha gracia, pero a mi nieto seguro que sí. Dice mi hija que le gustan mucho los animales.

—¿Cómo se llamaba tu nieto?

—¡Tiene el mejor nombre! Se llama José Luis.

—¡Sí que lo tiene! —respondió entre risas el pastor—. ¿Sabes? Mi Teresa también llegó a ir a la universidad, pero dice que no era para ella, y se vino aquí para ayudarme.

Si más de uno hiciera eso… Después se quejan de que vienen de fuera a quitarles el trabajo. ¿Sabes lo que pienso? Que no tienen ni idea. A veces ni yo mismo sé el esfuerzo que lleva hacer todo esto, y eso que no sé hacer otra cosa.

¿Y cómo lo has planeado este año?

Como los últimos. Traeremos marroquíes o nigerianos. Se quedan en la casa de mis suegros, que está vacía, hasta el fin de la recogida.

¿Y les das de alta?

¿En el seguro? Yo, depende del año, pero muchos ni se molestan, y los hay que prefieren no recoger nada y que se pudra, porque para lo que pagan… No tienen ni idea, Jonás. Te atosigan con reglas y normas, pero ninguna sirve para que la gente se anime a venir. A nadie le interesa el campo. Vamos camino de ser historia.


Ni Jonás ni José Luis sabrían decir en qué momento su mundo comenzó a desvanecerse. Quizá fue con los primeros universitarios del pueblo, que una vez saboreaban la ciudad ya no querían volver. Quizá fue con las primeras subvenciones a ciertas plantaciones, que a la larga hundió los precios del producto. José Luis tenía su opinión: aquello comenzó a decaer cuando aparecieron las máquinas, que dejó sin trabajo a muchas personas, y se tuvieron que ir. Aunque, claro, también reconocía que su tractor le era de gran ayuda…

Quizá son los tiempos, José Luis dijo el pastor. Algún día volveremos a estar de moda.

Dios te oiga, Jonás contestó José Luis, mirando al infinito.

¡Abuelo! A lo lejos, la voz de Teresa—. ¡Tenemos que seguir, que se hace tarde!

¡Ya voy, niña! José Luis, me tengo que ir. Me alegro mucho de verte. Y, ¡anímate hombre, que viene tu nieto!

Gracias, Jonás. Dándole la mano. Cuídate mucho, y saluda a Teresa y a tu mujer de mi parte.

El tractor gruñó, exhalando por el tubo de escape un nubarrón ceniciento conforme despertaba. Jonás caminaba hacia su ganado, bajando la mirada por el sol. Él no podía quejarse de su situación.

De repente, se percató del silencio y se giró, observando a José Luis, que se había bajado y abierto el capó.

—¡¿Qué ha pasado?! preguntó.

¡Se me ha parado! se quejó José Luis, mientras buscaba una pequeña caja de herramientas que siempre llevaba. Colocó la jaula del conejito sobre el guardabarros de manera precaria, de tal modo que se cayó y, abriéndose con el golpe, permitió salir al animal, que no dudó en instante en abrazar su renovada libertad.

¡El conejo, que se me escapa!

Pero el lepórido no atendía al llamamiento del agricultor, y se alejaba rápidamente hacia un matorral cercano, por donde se desvaneció.

Déjalo, José Luis. Ya buscarás otro dijo Jonás, que se había acercado otra vez. Mira, a lo mejor tu nieto era alérgico al pelo de conejo —añadió, tratando de animar a su amigo. A mi Teresa le pasa con los gatos.

Puede ser. Se resignó José Luis. ¿Me haces un favor? Toma mi móvil y llama al mecánico, el de los Troyas.

Jonás asió el rectángulo negro y comenzó a tocar las luces de la pantalla…

 

Una bola de pelo se abría paso entre las matas. El conejito, que parecía de vilano, saboreaba las hierbas y olisqueaba las flores, abriendo bien los ojos a su alrededor para que no volvieran a atraparlo. En la distancia, dos cuarzos citrinos observaban, atentos, a su nueva visita.

El lince pisó en el silencio, acercándose a su presa.

 


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